Velázquez elevó a una altura extraordinaria la cultura de la pintura. Sus obras se presentan a veces como un milagro: con toques ligeros de un pincel, con graduaciones evidentes de tonos de color, construye un mundo ilusorio y, al mismo tiempo, pintoresco. La luz de su carne como si entrara en la esencia misma de su pintura, tomó contornos rígidos y los disolvió en el aire.
A mediados de la década de 1630, Velázquez pintó una serie de retratos completos sobre un paisaje. Esta serie también incluye el “Retrato ecuestre de la infanta Balthazar Carlos”, creado según la fórmula del retrato ceremonial barroco. Sin embargo, el artista evita en él cualquier carácter externo y pretencioso.
El pequeño infante se representa a la edad de seis años, pero él, como corresponde a un príncipe, es sostenido con dignidad. Los colores iridiscentes de su ropa, dorado, rosa, blanco y negro, y el tono marrón de un caballo contrastan con el más sutil fondo plateado azulado de la llanura castellana, envuelto en el aire frío.