Este es uno de los autorretratos que Van Gogh creó después de la primera incautación de una enfermedad mental. En enero de 1889, el artista atacó a Paul Gauguin, quien se le acercó y luego le cortó el lóbulo de la oreja.
Van Gogh siempre trató de pintarse a sí mismo y a todo lo que lo rodeaba, sin adornos, transmitiendo la vida tal como la veía y percibía. Y en este trabajo, él no cambia este principio, retratándose con sinceridad tanto a sí mismo como a su estado mental.
Este autorretrato parece un poco más ligero y tranquilo que muchos otros autorretratos de Van Gogh creados durante este período. Esto puede explicarse por el hecho de que al pintar vio su salvación, alejándose de la realidad difícil hacia el mundo de los colores y las imágenes. La paleta de colores de la imagen es suave y limpia.
El artista se ha representado contra una pared de color verde claro, detrás de su espalda se puede ver un caballete y un grabado japonés. Van Gogh apreciaba el trabajo de los artistas japoneses por su simplicidad y facilidad. Los colores brillantes del grabado contrastan con los tonos azules y verdes que forman la base colorística de la imagen.
Al representar su rostro, el artista también usa colores claros y limpios, pero en su mirada fuertemente alienada, se leen la tensión, el miedo a la enfermedad que se avecina y el deseo de evitar otro ataque. Van Gogh no se esfuerza por lograr una similitud de retrato exacta, lo que hace que la imagen sea condicional, pero al mismo tiempo muestra su estado mental con una precisión asombrosa.