En los últimos meses de su vida, obligado a permanecer inmóvil, Edgar Mane pintó una serie de naturalezas muertas de gran belleza, encontrando en las cosas más simples y cotidianas una fuente de inspiración y estudio.
En el verano de 1882, de julio a octubre, Manet alquiló una pequeña villa en Ruel, donde se dedicó a la pintura de bodegones y donde recibió a sus amigos. La casa no era particularmente cómoda y solo tenía un pequeño jardín. Allí pasó su último verano Manet con la esperanza de mejorar, lo que desafortunadamente no sucedió.
Los amigos venían todos los días, disfrutaban de sus brillantes conversaciones y su animada mente, que no se rompía con la enfermedad. Todos los días, la doncella Laurent Mary traía flores al maestro en nombre de la dama. Gracias a las visitas diarias, nació el segundo retrato de Eliza, pero luego Manet se vio obligado a renunciar a sus pinceles, y la imagen quedó sin terminar.
El lienzo fue encontrado por su esposa después de la muerte de Manet en el caballete. La frescura y la vivacidad de los arreglos florales en los últimos años de la vida de Manet muestran a una persona enamorada de la vida. Manet dijo en 1876: “Cada obra debe ser una nueva creación del espíritu.
Debemos dejar de lado los recuerdos, ver solo lo que ves y mirar las cosas como si fuera la primera vez”.